Cuando en la era de la globalización del conjunto de la economía mundial ideologías como el nacionalismo y el socialismo han perdido definitivamente su justificación, se plantea la pregunta: ¿Qué justificación tiene el Estado nacional en la era de la globalización? ¿No se reduce el Estado nacional en la era de la globalización a una empresa de prestación de servicios que ofrece a sus clientes por un determinado precio -los impuestos- un servicio más o menos bueno?
¿El pueblo como accionista del Estado? ¿Las elecciones como asambleas de accionistas en las que el pueblo confirma o retira cada cuatro años su confianza al equipo directivo? ¿Se pueden equiparar las votaciones populares sobre impuestos o servicios del Estado con las votaciones sobre política de dividendos, modificaciones de capital u otras decisiones empresariales importantes que estatutariamente se reservan a la asamblea de accionistas?
La comparación del Estado democrático moderno en la era de la globalización con una sociedad anónima parece fácil de establecer, pero es falsa. En una sociedad anónima, el accionista puede vender sus acciones si ya no está de acuerdo con la política de la dirección y ésta ha obtenido la mayoría en la asamblea de accionistas. Con el mismo dinero puede comprar el mismo día otras acciones o utilizar los ingresos obtenidos con la venta de otro modo. Un ciudadano que ya no esté de acuerdo con la política que ha obtenido la ratificación de la mayoría, en cambio, tiene que emigrar, con todos los problemas que van ligados a ello, y eso en caso de que otro Estado lo acepte. Pero además habitualmente aún pasarán años antes de que obtenga el derecho a voto en el nuevo Estado, y durante ese tiempo, en el nuevo Estado, la política puede evolucionar en un sentido con el que esté tan poco de acuerdo como con el de su anterior Estado.
El ciudadano en la empresa de servicios Estado se encuentra mucho más desarmado que un accionista de una empresa privada cualquiera. La mejor comparación para el Estado sería la de una empresa monopolística privada que fija las reglas del juego con las que se juega, nombra al arbitro y él mismo es uno de los jugadores. A pesar de la separación de poderes, en la democracia indirecta la oligarquía domina el legislativo, los tribunales y el ejecutivo. El pueblo, como pequeño accionista, sólo puede elegir cada cuatro años en la asamblea general entre unos pocos sindicatos de accionistas, los llamados partidos. Estos sindicatos negocian entonces entre ellos cómo serán las reglas del juego, cómo se ocuparán las plazas de arbitro y quién podrá participar en el juego en realidad. Por eso, para que el pueblo no quede abandonado a la arbitrariedad de la oligarquía política, es tan importante, junto a la división de poderes y la democracia indirecta, introducir otras seguridades para el Estado del futuro.
Monarquía y oligarquía -sean elegidas o no- forman en muchos Estados una simbiosis, que en los tiempos actuales depende directa o indirectamente de una legitimación democrática para ejercer funciones políticas. Parece evidente que, en grupos y territorios relativamente grandes, un monarca depende de una oligarquía. Un monarca no puede tomar todas las decisiones por sí mismo, llevarlas a la práctica y controlar que realmente se hayan ejecutado. Y tampoco es posible plasmarlo todo en disposiciones y leyes. En un grupo un poco grande se necesitan estructuras oligárquicas, sean de tipo formal o informal. La monarquía pura, sea con monarcas elegidos o hereditarios, no tendría la capacidad necesaria para realizar sus tareas en un Estado sin oligarquía.
Tampoco la democracia pura tiene esta capacidad, ya que el pueblo no puede reunirse continuamente para votar sobre todo y sobre todos. Las prácticas de democracia de base en algunas universidades en los años sesenta mostraron adonde conduce eso. Dirigentes estudiantiles individuales tomaban allí las decisiones con el apoyo de pequeños grupos, y el resto tenía que seguirles.
En un Estado de derecho que funcione, monarquía y democracia dependen de la oligarquía. Pero ¿depende la oligarquía de la democracia y la monarquía? Sin duda de la democracia no, como muestra la historia de la humanidad, siempre que no encuentre en la legitimación democrática una alternativa creíble. Una oligarquía pura sin monarquía y democracia tampoco parece ser, de todos modos, un modelo de éxito. Una oligarquía que dirige un Estado tiende a procesos de decisión lentos y engorrosos en los que finalmente se encuentra el mínimo común denominador, lo que hace que se resienta la capacidad competitiva del Estado. La antigua Polonia, que era una oligarquía de la nobleza que se hundió en 1795, suele mencionarse como ejemplo en este contexto.
Como el Estado es una empresa monopolística, la oligarquía puede llegar con relativa facilidad, en sus procesos de decisión, a un compromiso a costa de terceros. Por eso una oligarquía fuerte tratará una y otra vez de reducir gradualmente a un monarca a una función simbólica o intentará derrocarlo. Pero los compromisos no sólo van en perjuicio del monarca, sino también en perjuicio del pueblo. Impuestos y otras cargas se elevan el máximo posible para proporcionar ventajas de todo tipo a la oligarquía y a sus partidarios. En la economía, donde existe competencia, las estructuras directivas puramente oligárquicas se limitan, en las empresas, a unos pocos sectores económicos, como, por ejemplo, los pequeños bancos, las empresas auditoras o los despachos de abogados. En otros sectores económicos, el modelo no ha podido imponerse.
Un gobierno oligárquico que se apoye, mediante una democracia indirecta, en una legitimación democrática podría ser a la larga incluso más problemático que un gobierno oligárquico que no tuviera esta aspiración. Ya en la antigua República romana era corriente comprar el apoyo del pueblo con «panem et circenses» [pan y circo]. En Estados Unidos, que cuenta con la experiencia más larga en la democracia indirecta, esta compra de votos con dinero de los impuestos o con privilegios fiscales se describe con el nombre de «pork» [carne de cerdo]. Este tipo de regalos tiene un precio, y naturalmente el político no puede ni quiere pagarlos de su bolsillo, de modo que se pagan con el dinero de los impuestos. Como los votantes forman parte de grupos diferentes con intereses diferentes, los correspondientes partidos y políticos deben, por un lado, satisfacer a los llamados votantes habituales y, por otro, ganarse a grupos de votantes cambiantes o a votantes habituales del político adversario. Para alcanzar este objetivo se realizan promesas que, si se consideran de una forma realista, no se pueden mantener. Además, la tentación de pagar los servicios prometidos, no mediante impuestos más elevados, sino de entrada contrayendo deudas o haciendo sencillamente que el Estado imprima más dinero, es grande. Como un Estado puede, durante un período de tiempo relativamente largo, contraer deudas o imprimir dinero sin que los votantes perciban los efectos, existe una alta probabilidad de que los políticos y partidos responsables de ello ya no estén en el cargo cuando el problema se haga visible. Entonces el problema lo tendrán otros políticos, partidos y gobiernos, que deberán hacerse impopulares con drásticos programas de ahorro o tendrán que ver cómo les piden cuentas por el caos económico y la inflación. Como son muy pocos los votantes y los políticos capaces de comprender problemas complejos de economía política, especialmente cuando se plantean a largo plazo, no se les pueden hacer grandes reproches. El problema reside en el sistema y no en los políticos.
El sistema fuerza en mayor o menor medida a los políticos a perseguir intereses especiales y ya no los intereses generales, pues si no lo hacen así, corren el peligro de incumplir sus promesas electorales y perder de este modo la confianza de los electores. Además, en la democracia indirecta es muy difícil para los políticos seguir una política a largo plazo basada en el interés general, porque su destino y el de su partido se deciden en las siguientes elecciones.
Si tenemos en cuenta, en primer lugar, que de los tres elementos -monarquía, oligarquía y democracia- la oligarquía es con diferencia el elemento más fuerte; en segundo lugar, que un gobierno puramente oligárquico plantea problemas a la larga, y en tercer lugar, que la oligarquía tiende a ampliar su dominio a costa de la monarquía y de la democracia, el Estado en el tercer milenio debería esforzarse en reforzar a los otros dos elementos, la monarquía y la democracia. Para la monarquía en la era democrática, esto sólo es posible mediante una legitimación democrática, ya sea activa, a través de un presidente elegido en una república, ya sea pasiva, a través de una monarquía hereditaria que, como en Licchtenstein, pueda ser abolida por el pueblo en cualquier momento.
Una monarquía hereditaria democráticamente legitimada con derechos claramente definidos, que esté fijada en la Constitución, es más independiente de una oligarquía que un presidente, que para su elección y reelección depende en mayor o menor medida de la oligarquía. La monarquía hereditaria aporta además a la política un elemento a largo plazo que abarca generaciones, frente a las perspectivas muy a corto plazo que comportan en casi todas las democracias las elecciones frecuentes. Pero más importante que la cuestión de la monarquía es el desarrollo de la democracia directa y del derecho de autodeterminación a nivel municipal. Sólo una democracia directa fuertemente desarrollada y el fin del monopolio del Estado en su territorio transformarán al Estado en el tercer milenio en una empresa de prestación de servicios que sirva a las personas. Sólo así se evitará que monarcas y oligarcas abusen del Estado para oprimir y saquear a otras personas. Si la democracia indirecta era la democracia para analfabetos, la democracia directa y el derecho de autodeterminación a nivel municipal es la democracia para el pueblo cultivado.
Hans-Adam II